Una sonrisa de Dios en nuestro tiempo

SALUDOS DEL PADRE EUGENIO CÉSPEDES


Muy queridos y recordados en la Oración:

Quiero utilizar el correo de mi muy querido Amigo Don Sergio Candia, al que le pido disculpas, ya que no tengo por ahora otra forma de comunicarme con Uds. Gracias !! , mi querido viejo Sergio.

Quisiera hacer llegar a todos y cada uno de los Señores Diáconos, junto a sus queridas Esposas e Hijos, mi más cariñoso saludo, acompañados del recuerdo agradecido por Uds., en la Oración. Hoy que celebramos un año más la Fiesta de San Lorenzo, patrono de los Diáconos, me uno a Uds. en la Santa Eucaristía y pido a Dios los colme de sus bendiciones junto a los suyos y les de salud y paciencia en la misión que nos ha tocado compartir al servicio de la Iglesia que peregrina en Puerto Montt a la Jerusalén del cielo. En la misma Eucaristía haré recuerdo de nuestros hermanos del gremio que ya gozan de la vida sin fin.

Agradezco la cordial invitación para acompañarles en el rico almuerzo de aniversario, pero, por razones pastorales, no podrá ser, sé que Uds. comprenderán.

Les abraza en comunión de Oraciones. P. EUGENIO.

P. Eugenio Céspedes, ex-asesor

P. Eugenio Céspedes, ex-asesor
San Lorenzo, 2007

San Lorenzo nos une


Querido hermano Sergio, un gran saludo para ti en este día tan importante para nosotros, en que recordamos y celebramos a nuestro Patrono, san Lorenzo; a él le pedimos que nos oriente y acompañe en nuestro humilde servicio al Señor y a nuestros hermanos. Que lo acojamos como ejemplo de servicio y de entrega.

Para ti hermano, muchas felicidades en tu día, gracias por tu servicio silencioso, con el que nos mantienes informados, compartes tus sabias reflexiones, y unidos entre nosotros, y a ti. Gracias, también, por hacernos llegar el cariñoso saludo de nuestro amigo, el padre Eugenio. Hoy tuvimos la alegría de compartir, la mayoría de los diáconos, muchas señoras, incluida Laurita, viuda de nuestro hermano Jorge Paredes y su hija. Fue una linda celebración Eucarística y un alegre compartir en los salones de la Parroquia María Reina y Madre, acogidos con cariño por el padre Tomás y muy bien atendidos por hermanos de la comunidad, encabezados, con mucha generosidad, por Juanita y su esposo, nuestro hermano en el diaconado Alejandro. En ambas celebraciones, en la misa y en la mesa, presidió con afecto y cariño nuestro pastor diocesano, el señor Arzobispo. Sergio, un gran abrazo para ti, mis respetos y saludo cariñoso para Pepita. Que el Señor, Padre Eterno y Misericordioso les acompañe y bendiga siempre. Humberto Caro.

Diácono Guido Díaz, Coordinador

domingo, 10 de agosto de 2008

DÍA DE SAN LORENZO 2008

Queridos Hermanos :

Estos días que hemos vivido, tanto en el Retiro, como nuestra Fiesta Patronal, nos encontramos en un momento muy bueno en el quehacer de nuestro Cuerpo Diaconal, en que el Señor nos ha bendecido con innumerables gracias en nuestros Ministerio, pero también a nuestras queridas familias.

Como no agradecer al Señor por esta hermosa Eucaristía que hoy hemos vivido y posterior convivencia en que, por primera vez, se ha encontrado la gran familia Diaconal. Muchas felicidades a todos los Diáconos y sus familias y los animo a seguir adelante con nuestro compromiso y le pido al Señor mucha perseverancia y fortaleza en su Ministerio.

A trabajar, hermanos, en las fronteras geográficas y de la cultura, donde no llega el Evangelio, como nos pide el documento de Aparecida a todos los Diáconos .

Los saluda con afecto y cariño de servidor y amigo


Diácono Guido Díaz Vivar
Coordinador

jueves, 31 de julio de 2008

LO NUEVO Y LO VIEJO

Evangelio según San Mateo 13,47-53

El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. ¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo". Cuando Jesús terminó estas parábolas se alejó de allí.


Siempre he pensado que hay algo así como un registro memorístico en el historial de cada hombre —y, por ende, de toda la humanidad— que va recogiendo y sintetizando los progresos alcanzados, especialmente los intelectuales y los espirituales, y quedan éstos grabados en alguna de las capas profundas del recuerdo; todavía más, he pensado que ese compendio histórico de información de alguna manera es incorporado en el código genético de los seres, constituyéndose así en una suerte de legado que recogen las nuevas generaciones, las que se incorporan de esta manera con un cierto bagage de conocimientos previos que van más allá de lo que biológicamente propone la cadena de ADN cuando entra en acción para producir un nuevo ser. Alguna vez, si Dios me da capacidad de vida y de orden a mis pensamientos, talvez desarrolle, aunque sea para mi personal conformidad, estos pensamientos. Baste, por ahora, decir que en la base de este pensamiento encuentro la explicación de lo maravilloso que resulta comprobar la capacidad de síntesis del ser humano, cuyo progreso nos asombra generación tras generación, cuyo beneficio es que cada nueva generación no necesita rehacer el detalle de toda la historia transcurrida de la humanidad para situarse en un punto de conocimientos pre-adquiridos a partir de los cuales construye su propia parte de la historia. En la porción del Evangelio de N.S. que se nos ofrece hoy en reflexión, creo encontrar un punto de reafirmación en este pensamiento antes esbozado: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo". A menudo nos preguntamos de qué forma podríamos alcanzar ese conocimiento profundo del saber y del querer de Dios que pudiera sernos útil para mejorar nuestro servicio. Desearíamos contar con los recursos de tiempo y espacio, además de los económicos, para poder matricularnos en una escuela tal que nos permitiera acceder a esa ciencia y obtener, transcurrido un tiempo prudencial, el diploma que nos acredite como autoridades en el conocimiento del Reino. Jesús nos ha hecho partícipes de una información que está por allí, en lo profundo del arcón de nuestros recuerdos, que nos revela, talvez, la didáctica para satisfacer nuestra curiosidad y anhelos. "Hazte pequeño como un niño", nos dice. "Yo te alabo, Padre, porque desvelas estos secretos a los más humildes y se los ocultas a los más sabios"; "¿Queréis que os muestre dónde está esta el Reino? ¡Miren alrededor vuestro y allí lo verán!"; "¿Quieren y piden entrar en mi Reino? ¡Miren dentro de ustedes mismos y verán que el Reino está ya instalado dentro de ustedes mismos!" "¿Quieren conocer lo que su destino les depara? Recuerden lo que ha sido su vida y hagan un saneamiento, como un administrador astuto, de las cuentas que han que rendir al término de la jornada". "Sean, en fin, como el dueño de casa que va hasta el desván y abre el arcón de todos los hechos atesorados en su historia: allí re-encontrarán la conciliación entre lo nuevo y lo viejo. Allí encontrarán abundante y suficiente material para rehacer, enmendar, reconstruir... Y motivos de sobra para dar gracias al Padre por su infinita misericordia y su sabia providencia que hace que la VIDA, el ESPÍRITU se mantenga mientras ustedes duermen."

miércoles, 30 de julio de 2008

SERVIDOR DE SERVIDORES



Reflexión sobre perfil del diácono,

exposición ante el cuerpo diaconal de Puerto Montt,
por ínfimo diácono Sergio
29 julio 2008



“Siervo inútil soy, he hecho sólo lo que tenía que hacer…” (Lc. 17,10)

“…el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". (Mt. 20, 26-28)

Ya todos sabemos que nuestro ministerio ha sido identificado como diaconado, lo que, obviamente, nos hace ser a cada uno de nosotros un “diácono”. Sin pretender cuestionar estas nominaciones, yo siento que son, casi, una impropiedad.

Una mujer de nuestro pueblo reflexionó, una vez, que “toda la naturaleza es un anhelo de servicio. Que Dios mismo sirve. Pudiera llamárselo “El que sirve” (cfr. “El placer de servir”, G.Mistral) . Decir “naturaleza”; decir “Dios”, es repetir lo mismo con distintas palabras. Sabemos que Dios es la Naturaleza en sí mismo. Así, el hombre —todo hombre, cualquier hombre— siendo parte de esa Naturaleza Divina, está llamado a servir como Él lo hace. Servir es una impronta del hombre, no una exclusividad destinada a algunos hombres: no es, por ello, un atributo propio del “ministerio diaconal”. Y aquí tenemos, otra vez, una iteración conceptual conflictiva, ya que la palabra “ministro” deriva del latín “ministerium”, que significa, también —como en griego “diakono”—, “servicio”. Pareciera ser que la confusión lingüística provino de la necesidad de recoger las quejas de los primeros cristianos de origen griego, ordenando para la ejecución de ciertas funciones a prosélitos de esa raíz étnica, a los que se llamó “ministros” en su lengua helénica, ∂iákovoç (Diákonos). Por costumbre, solamente por costumbre, hemos dado al término “ministro” distintas connotaciones, cuando nos referimos a funciones distintas que adquiere el “servicio” (ministerio) ejercido en los grados distintos del Orden Sagrado. Si recordamos las circunstancias en que fue instituido el diaconado por los apóstoles, éstas nos reportan a un marco de necesidades materiales que sufrían los primeros cristianos los que, en razón de la promoción de la vida en comunidad, ponían también en común los bienes materiales que poseían, hasta entonces individualmente, redistribuyéndolos, luego, en proporción a las necesidades de subsistencia reales de cada uno; hoy a esto lo llamaríamos “equidad social”; pero, ser equitativos en una comunidad implica ciertas dificultades y riesgos, con mayor razón si esas comunidades actúan más por tradición que por normas preestablecidas. Es razonable pensar que se produjeran, entonces, actos contrarios a la equidad social buscada, más si quienes eran seguidos como los líderes de esa comunidad, estaban preferentemente preocupados del adoctrinamiento espiritual de su grey que de los asuntos de sobrevivencia cotidiana. Concluyeron, los apóstoles, que su dimensión ministerial (es decir, su dimensión de servicio) a la comunidad era la predicación de la Palabra y que el ocuparse de la dimensión material, si bien era necesario atender, les restaría un tiempo precioso para ocuparse de lo otro.

Hay en el Evangelio un pasaje en que Marta se queja ante Jesús por el abandono que María, su hermana, hacía de las labores domésticas dejándole a ella sola esta carga, para quedarse arrobada a los pies del Maestro escuchando sus enseñanzas. Sabemos la respuesta de Jesús: "Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada"(Lc 10,41-42). ¿Razonaron, acaso, los apóstoles, similarmente a las quejas de la congregación helénica? En Hechos 6, se nos narra a qué conclusión llegaron: “No es correcto que descuidemos la Palabra de Dios por hacernos cargo de este servicio… Les confiaremos este servicio (ministerio) —a hombres de buena fama, llenos del Espíritu y de Sabiduría— y nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio (servicio) de la Palabra.”(He 6,2-4)

Vemos, ya aquí, cómo la iglesia empieza a distinguir los distintos tipos de servicio (ministerios) que es necesario atender, y la necesidad de contar con administradores, especializados, por decirlo de alguna forma, de dedicación completa para cada uno de ellos. También es el inicio de las llamadas diaconías, que, en la iglesia primitiva, eran distritos en que la iglesia se dividía para la atención y socorro de los pobres, distritos que fueron encomendados, precisamente, al cuidado de estos administradores llamados diáconos.

Con el tiempo, las necesidades de servicios (ministerios) cada vez más específicos fueron multiplicándose. Incluso, el de fundamental dedicación de los sacerdotes, el servicio de la oración y de la Palabra, requería mayores auxilios materiales y humanos para sostenerse y propagarse.

Pero no vamos ahora a contar toda la historia de los 2000 años transcurridos desde entonces. Es suficiente, con lo dicho, para observar en nuestro entorno de hoy, cómo se repiten algunos síntomas de aquella iglesia incipiente. La comunidad ha crecido y reclama, como otrora, que sean atendidas sus necesidades humanas. La respuesta de Jesús a Marta, pareciera que no deja conformes a quienes reclaman una iglesia más comprometida con las necesidades de los más pobres. Las propias enseñanzas de Jesús parecen caer sobre los ministros de su Iglesia cada vez con mayor peso: “Hagan lo que ellos dicen no así lo que ellos hagan”(Mat 23,3). Hay aquí, ciertamente, una reclamación por un testimonio ejemplar insuficiente de demostración de la fe por las obras. En el Concilio Vaticano II, nuestros pastores, conscientes de esta reclamación, justa por lo demás, entre las muchas normas llenas de sabiduría que buscaron restituir las confianzas y las esperanzas, se adoptó también esta de restablecer el diaconado como “grado propio y permanente de la Jerarquía”, “no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio (servicio)” […] “de la liturgia, de la palabra y de la caridad”, para la atención de los pobres inserta en los “oficios de la caridad y de la administración”, porque “estos oficios, necesarios en gran manera a la vida de la Iglesia latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones” (C.V.II –C.I. 29).

La tradición, principalmente, nos dice que nuestro ministerio estaba originalmente destinado a la atención de las mesas, de las viudas y de los huérfanos. Pero ya Esteban, con su testimonio de sangre, demostró que el ministerio debía y podía ejercerse igualmente en la liturgia y en la Palabra; de modo que no fue novedoso que el Concilio Vaticano II recogiera e incorporara ese testimonio, reconociéndolo como parte de los oficios propios del diácono.

No obstante, observando lo que ha sido la experiencia del diaconado permanente —al menos en nuestro país— en estos cuarenta años, transcurridos desde su establecimiento como grado propio de la Jerarquía, es posible inferir que éste ha ido consolidándose más bien como un auxiliar en la administración de servicios reservados al sacerdote que en oficios de un ministerio propio. Más todavía, la mayoría de los diáconos desempéñanse casi sólo en el oficio de la administración; casi nunca —por decirlo generosamente— en el oficio de la caridad.

¿Nos falta, talvez, el espíritu de Esteban, para asumir de motu propio el compromiso de servicio asumido personalmente con Cristo? ¿Nos falta, talvez, la claridad conceptual de Lorenzo, para testimoniar que el mayor tesoro de la Iglesia son los pobres?

Hoy, disponemos de una palabra docta y concreta recogida desde el Evangelio, enseñado por Jesús y que ha inspirado hasta nuestros días a los Padres de la Iglesia, en la llamada Doctrina Social de la Iglesia, que tenemos integrada ahora en un Compendio de Doctrina Social, suficientemente capaz de iluminarnos para discernir nuestro ministerio. Sin embargo, cabe preguntarnos cuánto nosotros conocemos de esa doctrina y en qué forma la hacemos oficio de nuestro ministerio permanente.

Pero, ciertamente, no sólo nosotros desconocemos esa formación en catequesis social. Soy, quizás, osado en pensar que ese desconocimiento alcanza también a los otros grados de la Jerarquía. Como dice el refrán que para muestra basta un botón, tanto el señalado Compendio en Doctrina Social, así como otros documentos recientes de la Iglesia latina —v.gr. los de Aparecida—, apenas si se refieren a este ya ilustre ministerio del ministerio. O, si se prefiere, a este oficio de servir a los servidores (cfr.Mc. 9,35 – 10,43-45; Mt. op.cit.).

Que cada uno de nosotros, diáconos (servidores), asumamos si lo estamos siendo o no y si lo estamos haciendo bien o insuficientemente; es parte de nuestra responsabilidad de administradores.

Yo, al menos, debo reconocer que un “siervo inútil soy, que hago sólo lo que tengo que hacer” (op.cit.) y, todavía, menos que eso.








jueves, 17 de julio de 2008

CANSADOS Y FATIGADOS

Queridos hermanos Diáconos y Esposas:

Este Evangelio y reflexión nos pueden ayudar en nuestra vida cotidiana y a prepararnos a nuestro Retiro y sacar el mejor provecho posible, con el fin de crecer para ofrecer un mejor servicio como consagrados.

  • Mateo 11, 28-30
  • En aquel tiempo, Jesús exclamó: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera.

Reflexión
Jesús sabe que estamos “cansados y fatigados”. Son muchas las cargas de la vida; muchas las que nos imponemos culpablemente o no, y muchas las que otros nos imponen de igual manera. Jesús, buen amigo, no pasará sin darnos una mano para “aliviarnos” y para que nuestro yugo sea “blando y ligero”. Sólo nos pide a cambio aprender de Él a ser “mansos y humildes de corazón”. ¡Y qué razón tiene!, pues nuestra carga más pesada y nuestro yugo más duro y amargo, es el que nos impone el propio orgullo y soberbia.

Las almas sencillas se liberan de rencores y de intrigas tan inútiles cuanto pesados. Las almas mansas y humildes, a ejemplo de Cristo, llevan sus propias cargas con paciencia y amor, con alegría, como si no pesasen e, incluso, tienen la fuerza para ayudar a los demás a llevar las propias. Son esas almas recias las que viven sonriendo y tendiendo una mano al prójimo necesitado. Su grandeza es su pequeñez. Son mansas y humildes de corazón.

Cristo te invita a acercarte a Él con confianza. Dale todas tus cargas. Deja en sus manos crucificadas todos tus yugos. Él, enseñándote a ser humilde, te dará las fuerzas para seguir sus huellas de amor.

Que Dios nuestro Padre les bendiga y la Santísima Virgen del Carmen Patrona y Reina de Chile nos anime y acompañe en nuestra tarea diaria.

Diácono Guido Díaz Vivar
Coordinador

lunes, 7 de julio de 2008

PABLO Y ESTEBAN. El celoso mantenedor de la Ley


Pedro García, Misionero Claretiano
Fuente: Catholic.net

Pablo, el Pablo que admiramos y queremos tanto, avanzaba en la vida y no acababa de digerir un grave remordimiento, como lo expresa de muchas maneras en sus cartas: ¡Yo no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios! (1Co 15,9)
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“Con poderes recibidos de los sumos sacerdotes, yo mismo encerré a muchos santos en las cárceles; y cuando se les condenaba a muerte, yo contribuía con mi voto. Frecuentemente yo recorría todas las sinagogas, y, a fuerza de castigos, les obligaba a blasfemar; rebosando furor contra ellos, los perseguía hasta las ciudades extranjeras” (Hch 26,10-11) “Fui un blasfemo, un perseguidor, un insolente”. (1Tm. 1,13)
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A pesar del perdón total que le había otorgado Jesús, no olvidaba Pablo la tragedia que él desató –o al menos fomentó– en la Iglesia naciente, como lo vamos a ver ahora.
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Al principio, la Iglesia de Jerusalén vivía en una gran paz, aunque los apóstoles fueran llevados alguna vez a la asamblea de los judíos, el Sanedrín, encarcelados y azotados… Pero la cosa no pasaba de ahí.
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Lucas nos describe idílicamente la vida de la primitiva Iglesia de Jerusalén. “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y un sola alma”. “Todos se reunían con un mismo espíritu en el Templo dentro del pórtico de Salomón, y el pueblo hablaba de ellos con elogio, aunque ninguno se metía entre ellos”. “También una buena cantidad de sacerdotes iba aceptando la fe” (Hch 4, 5 y 6)
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Estos sacerdotes no pertenecían a los sumos sacerdotes del Sanedrín ni tenían altos cargos en el Templo, sino que eran levitas sencillos, los sacerdotes de menor categoría, los “Pobres de Yahvé” que esperaban el Reino de Dios. Y no era raro que entre los creyentes hubiera muchos fariseos de buena voluntad.
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Hasta que un día saltó la chispa de la iscordia entre los creyentes y no creyentes griegos venidos de la diáspora. Porque la Iglesia de Jerusalén no estaba formada solamente por judíos palestinos, sino por otros muchos venidos de fuera. Estos judíos griegos o helenistas tenían sus sinagogas propias, como los Libertos, los Alejandrinos, los Cirenenses, los de Cilicia y demás…
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Los helenistas que habían abrazado la fe eran los mayores contribuyentes del crecimiento de la Iglesia, que iba ganando cada vez más adeptos, muy fieles a Dios, pero también muy libres respecto de las costumbres judías mantenidas por los escribas y fariseos.
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Uno de estos fieles helenistas era el diácono Esteban, gran conocedor de la Biblia, predicador elocuente, dotado por el Espíritu Santo con el don de milagros.
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Pablo pertenecía a la sinagoga de los judíos griegos de Cilicia. Con sus propios ojos veía cómo crecía tan peligrosamente aquella secta de los discípulos de Jesús el Nazareno, crucificado, y, por lo mismo, un maldito de Dios según la Biblia (Dt 21,23), y del que decían que había resucitado.
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Era cuestión de tomar cartas en el asunto, y los ojos de todos se dirigieron antes que a nadie a ese Esteban que realizaba tantos prodigios (Hch 6,8-15; 7,1-60; 8,1-3) Lo citan a discusión judíos de aquellas sinagogas griegas, entre ellas la de Cilicia, la de Pablo, “y se pusieron a discutir con Esteban; pero no eran capaces de enfrentarse a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba”.
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Los judíos de esas sinagogas griegas, se dicen:
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—¿Qué hacemos? Con éste no vamos a poder, aunque tenemos que acabar con él, el más peligroso de todos. ¿Por qué no lo llevamos al Sanedrín...?
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—Sí, sería lo más acertado. Pero hay que acudir con una acusación concreta. ¿Por qué no escogemos a dos, que vayan y depongan en el proceso? Podrían decir, por ejemplo: “Hemos oído a éste pronunciar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”…
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Efectivamente, así se hizo. Amotinan primero al pueblo, el cual arrastra a Esteban hasta el Templo donde se había reunido el Sanedrín.
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¡Y declararon los falsos testigos igual, igual que en aquel proceso de Jesús ante Caifás, el mismo sumo sacerdote que preside hoy!: “Este hombre no para de hablar contra el lugar santo y contra la Ley, pues le hemos oído decir que Jesús, ese Nazareno, destruirá este Lugar, este Templo, y cambiará las costumbres que Moisés nos transmitió”.
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La acusación era gravísima. Los del Sanedrín y todos “clavaron los ojos en Esteban y vieron su rostro como el rostro de un ángel”. El acusado improvisó el discurso de su defensa, trayendo toda la historia de Israel, pues, igual que Pablo, se sabía la Biblia de memoria. Todos callaban, aunque se recomían por dentro, pues adivinaban hacia dónde se dirigía.
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Y no se equivocaban. Al llegar a Jesús, se descolgó Esteban con una terrible acusación: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! Igual que sus padres, así son ustedes. Ellos mataron a los profetas que anunciaron la venida del Justo, de aquel que ahora ustedes han maldecido y asesinado”.
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No podía el Sanedrín con su rabia al verse acusado de la muerte de Jesús. Arman todos un barullo enorme, y llega al colmo su furor cuando Esteban, lleno del Espíritu Santo y clavando sus ojos en el cielo, declaró: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios”.
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Esteban había firmado su sentencia de muerte.
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Tapándose todos los oídos al oír tan horrenda blasfemia, se abalanzaron sobre el acusado, sin votar tan siquiera la condena a muerte, lo arrastraron a las afueras de la ciudad, y lo lanzaron a una pequeña hondonada. Era el lugar más apropiado para la ejecución. Arrojado Esteban violentamente, y mientras aún se mantenía en pie, oró al estilo judío, con los brazos en alto: “¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!”
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Los dos testigos principales se quitaron los mantos para obrar con más libertad, y los entregaron al joven que se llamaba Saulo, el cual contará después entre lágrimas: “Cuando se derramó la sangre del mártir Esteban, yo también me hallaba presente, y lo aprobaba, y guardaba los vestidos de los que le mataban” (Hch 22,20)
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El primer testigo tira la primera piedra, el otro la segunda, y a continuación caía toda una lluvia de piedras sobre la víctima, que aún dejó oír su voz: “¡Señor, no les tengas en cuenta este pecado!” Con esta plegaria en los labios, se dormía aquel testigo de Jesús, el primer mártir de la Iglesia. “Se durmió”. ¡Qué expresión tan bella de los fieles, recogida en los Hechos de los Apóstoles! Nada de morir. El cristiano no muere, se duerme para despertarse otra vez…
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Saulo, Pablo, no pudo medir las consecuencias de aquella muerte. Con la persecución sistemática emprendida aquel día contra la Iglesia, ésta rompía el corsé que la encerraba en Jerusalén, se esparció por las regiones limítrofes, crecía cada día más, y la plegaria última de Esteban la recogía Dios precisamente para convertir al perseguidor…

miércoles, 25 de junio de 2008

SEÑOR, TÚ SABES QUE TE AMO...


Bueno, querida Skadi..., te devuelvo el mensaje, tal como lo establece el protocolo. Pero te lo envío a ti primero y en exclusiva; ya lo enviaré a continuación a tantos que me importan en la vida. Ayer, nada más, en una charla dada a un grupo de catequistas en una parroquia de esta ciudad, recordaba con ellos el pasaje en que Jesús le hace por tres veces esa pregunta tan decisiva a Pedro: “Simón, hijo de Jonás: ¿Me amas?” Y la respuesta, forzada, del discípulo: "¡Señor!..." (¿Por qué insistes en preguntarme?) "...Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo". Como Jesús no contaba con Internet ni con la posibilidad de recibir un pps a través de un e-mail, tuvo que arriesgarse a ser más directo que tú y que yo, y enfrentó face to face a quien había distinguido no sólo con su amistad, sino como su heredero en la protección del rebaño; las "indirectas" no le habían resultado ya antes a Jesús cuando suspirando decía que “el Hijo del Hombre no tenía donde reclinar la cabeza”; tampoco estaba conforme con las miradas y gestos elocuentes de cariño de la Magdalena. Tenía ansias de sentirse amado y nadie, de motu propio, le dijo, "¡...te amo!"; y eso que él mismo no había desperdiciado oportunidad de proclamar que el amor era lo más importante... —¡qué digo!: lo esencial— y que todo lo que él había hecho era nada más que por amor y en prueba de ese amor. ¿Quedaría Jesús contento con la respuesta de Pedro? Al menos conforme, pienso que sí. Pero, ¿contento...? La respuesta de Simón no se limitó a ese apasionado y escueto “¡Te amo!” que esperaba Jesús y que hubiera sido suficiente. Adivino en el relato de Juan la vacilación previa de Pedro antes de admitir su respuesta, indicativa, tal vez, de su humano cohibimiento ante lo directo de la pregunta formulada por su Maestro en presencia de sus compañeros... ¿Sintió vergüenza, Pedro, de confesar públicamente a Jesús su cariño? Yo desconozco las inflexiones de la lengua en que este diálogo fue realizado; pero me llama la atención el que en las versiones traducidas de los evangelios, en este pasaje, se emplean dos formas verbales, una para preguntar y la otra para responder. Jesús pregunta: “¿Me amas?”; a lo que Pedro, invariablemente, responde “¡Te quiero!” Siempre he sentido curiosidad por estos usos lingüísticos, por la significación que hay detrás de uno y de otro: ¿Es lo mismo "amar" que "querer"? El diccionario me da algunas pistas, cuando me señala que amor es el “Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser. Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear” y que, cariño, es una “Inclinación de amor o buen afecto que se siente hacia alguien o algo”. Un "sentimiento intenso", definido, versus una “Inclinación a amar” o, apenas, un “buen afecto”. Pregunto, nuevamente; ¿Respondió Pedro, efectivamente, a lo que primero Jesús le pidió? Los estudiosos de la Palabra parecen coincidir en que la triple pregunta de Jesús hecha al mismo interlocutor, es como una reprimenda subliminal merecida por su pasada triple negación. Yo estoy imaginando, ahora, algún suspiro —no captado por Juan— de Jesús tras la segunda respuesta, y en la tercera reformulación de su pregunta, ya no volverá preguntarle “¿Me amas?” sino que empleará la misma expresión, conceptualmente más estrecha, dada por Pedro en sus dos respuestas anteriores: “¿Me quieres?” Es como para presentir lo que pensaba Jesús: “¡Qué le vamos a hacer, es lo que hay!” Si nos fijamos un poco, nuestra actitud para expresar amor a los demás, es similar a la actitud de Pedro: alguien nos dice “¡Te amo!” y nosotros respondemos, “Sí; yo también te quiero...” Alguien nos dice que lo que siente por nosotros es un compromiso de donación absoluta y nosotros, en reciprocidad, entregamos sólo una manifestación de afecto, muuuy graaande, claro..., pero que no es capaz de superar la barrera de sus límites, para amar al otro con la intención de completarlo. Ocurre entre padres e hijos, y entre esposos incluso. Recuerdo a mi padre. Siempre asumía una actitud recatada cuando yo le decía, "¡Papá, te amo!". Creo que él hubiera preferido que solamente le dijera "te quiero". Lo mismo sorprendo en mis hijos y lo mismo en mi esposa. Pero, comprendo que es sólo la barrera del humano pudor frente al compromiso de la recta inteligencia de los significados reales de los términos. Yo sé que también ellos me aman.