“Os habéis despreocupado de lo que hay de más grave en la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad”. Esta reprensión de nuestro Señor, recogida en el evangelio de hoy tomado de Mateo 23, la asumo casi como una consecuencia de la dura sentencia que me fuera anunciada en el evangelio del domingo pasado — 'No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!' —dicha no a un desconocido de Cristo, sino a mí que he comido y bebido con él, a quien cuya casa ha sido escogida por Él para enseñar su Palabra. Si bien no he estado entre los primeros que han llegado hasta su puerta, tampoco me reconozco entre los últimos. ¿Dónde estoy yo, entonces? A ratos transitando por la senda estrecha, y las más, por las anchas que no dejo de buscar con ahínco. Reflexionando en esta disyuntiva, regreso a lo que ayer, nada más, me decía: “Jurar por el altar es jurar por él y por todo lo que está sobre él, jurar por el santuario es jurar por él y por el que en él habita, jurar por el cielo es jurar por el trono de Dios y por aquél que está sentado en él”. Palabras que me obligan porque, cuando digo la Palabra de Dios, ¿no estoy acaso jurando que su Palabra es verdadera? Y, cuando actúo en nombre de Dios, ¿no estoy acaso jurando que lo hago por puro amor a Él? Pero, cuán a menudo me sorprendo hablando la palabra de Dios como si ésta fuera mía y no suya; cuántas veces en el pan que doy, en la caricia que brindo no busco ser reconocido como un siervo que cumple la voluntad de su Señor, sino como “Sergio el generoso”. Entonces, pienso, que en verdad no soy sino uno más de aquellos que ocupando la cátedra de Moisés agrando mis filacterias para nada más hacerme llamar “maestro” o ser reconocido como “guía”, para tener libertad de imponer la carga del cumplimiento de la Palabra a quienes me han sido encomendados, olvidándome que el primero encomendado por Dios a mi cuidado soy yo mismo. Y es una difícil tarea aceptar reconocerme a mí mismo ignorante, —analfabeto casi— de mi papel de simple cristiano —más aún de ministro del Señor— en mi propia existencia y en la del mundo. En estos pensamientos, he argumentado a Jesús: “Pero, muchas veces, tú sabes, Señor, que he sido humillado por darte a conocer, por revelarme seguidor tuyo”. Y la respuesta que he recibido ha sido: “Que hayas recordado esas humillaciones ya es muestra de que no te has humillado suficientemente”. Y es cierto, porque en este recuerdo que hoy hago me descubro a mí mismo endiosado; y, con ello, he ya obtenido mi propia paga, ¡pobre paga que no me ha hecho rico como yo esperaba! ¿Qué más puedo hacer, Señor, para superar esta soberbia mía? Me respondes, “Haz como Pablo; no pretendas tú vivir en Mí; más bien deja que sea Yo quien viva en ti: hazme el tesoro de tu corazón, para que no dejes nunca de buscarme, para que aprecies que no hay otro Dios fuera de Mí y crezca tanto tu sed de Mí, que no vaciles en vender cuanto tengas para seguirme, liberado de todas tus cargas, excepto la de tu cruz, la que, te prometo nuevamente, será liviana y llevadera”. Sí. Yo acepto, Señor, tu reprimenda y me dispongo a emprender el camino que me enseñas; mas dime, ahora, ¿por dónde debo comenzar? “Mira las palabras mías con las que has comenzado tu reflexión, y recuerda que lo que primero que debes buscar es el Reino de Dios y su justicia. Aprende —de otros que antes que tú han enfrentado tus mismas dudas— que “la verdadera justicia no es la que precipita a las almas de los hermanos en la trampa de la desesperación” (S.Pedro Damián – 1007/1072) sino aquella que es capaz de comprender y perdonar de corazón, odiando el pecado, especialmente tu propio pecado, en su raíz, pero perdonando al pecador, porque ése es un hijo predilecto del Padre que está en los cielos. En mi palabra de hoy, yo te enseño que lo primero es practicar la justicia, porque sólo a través de la justicia que practiques hacia tu hermano das testimonio de que reconoces tanto en él como en ti mismo vuestra condición común de hijos míos, que es la máxima dignidad con que has sido revestido por sobre toda otra criatura. Si tienes verdadero temor de Mí, no olvides que lo justo debe ir siempre más allá del estricto cumplimiento de la norma establecida en la antigua Ley, porque sólo cuando recién des más que lo exigido en la Ley podrás decir que estás practicando verdadera caridad con tus hermanos y dando verdadero testimonio de tu amor por Mí. Sé, entonces, consecuente con tu fe en tu pensamiento, en tu palabra y en tus obras y cumple tu rol de ser profeta para denunciar lo que es injusto y diligente para anunciar y celebrar los progresos en la justicia de los hombres. Y sobre todo, hijo mío, sé tu mismo actor de mi justicia: déjame vivir en ti para que yo en ti sea un puente más a través del que la humanidad transite hasta el Reino de mi Padre.”
Puerto Montt, festividad de San Agustín, 2007.
No hay comentarios:
Publicar un comentario