Una sonrisa de Dios en nuestro tiempo

SALUDOS DEL PADRE EUGENIO CÉSPEDES


Muy queridos y recordados en la Oración:

Quiero utilizar el correo de mi muy querido Amigo Don Sergio Candia, al que le pido disculpas, ya que no tengo por ahora otra forma de comunicarme con Uds. Gracias !! , mi querido viejo Sergio.

Quisiera hacer llegar a todos y cada uno de los Señores Diáconos, junto a sus queridas Esposas e Hijos, mi más cariñoso saludo, acompañados del recuerdo agradecido por Uds., en la Oración. Hoy que celebramos un año más la Fiesta de San Lorenzo, patrono de los Diáconos, me uno a Uds. en la Santa Eucaristía y pido a Dios los colme de sus bendiciones junto a los suyos y les de salud y paciencia en la misión que nos ha tocado compartir al servicio de la Iglesia que peregrina en Puerto Montt a la Jerusalén del cielo. En la misma Eucaristía haré recuerdo de nuestros hermanos del gremio que ya gozan de la vida sin fin.

Agradezco la cordial invitación para acompañarles en el rico almuerzo de aniversario, pero, por razones pastorales, no podrá ser, sé que Uds. comprenderán.

Les abraza en comunión de Oraciones. P. EUGENIO.

P. Eugenio Céspedes, ex-asesor

P. Eugenio Céspedes, ex-asesor
San Lorenzo, 2007

San Lorenzo nos une


Querido hermano Sergio, un gran saludo para ti en este día tan importante para nosotros, en que recordamos y celebramos a nuestro Patrono, san Lorenzo; a él le pedimos que nos oriente y acompañe en nuestro humilde servicio al Señor y a nuestros hermanos. Que lo acojamos como ejemplo de servicio y de entrega.

Para ti hermano, muchas felicidades en tu día, gracias por tu servicio silencioso, con el que nos mantienes informados, compartes tus sabias reflexiones, y unidos entre nosotros, y a ti. Gracias, también, por hacernos llegar el cariñoso saludo de nuestro amigo, el padre Eugenio. Hoy tuvimos la alegría de compartir, la mayoría de los diáconos, muchas señoras, incluida Laurita, viuda de nuestro hermano Jorge Paredes y su hija. Fue una linda celebración Eucarística y un alegre compartir en los salones de la Parroquia María Reina y Madre, acogidos con cariño por el padre Tomás y muy bien atendidos por hermanos de la comunidad, encabezados, con mucha generosidad, por Juanita y su esposo, nuestro hermano en el diaconado Alejandro. En ambas celebraciones, en la misa y en la mesa, presidió con afecto y cariño nuestro pastor diocesano, el señor Arzobispo. Sergio, un gran abrazo para ti, mis respetos y saludo cariñoso para Pepita. Que el Señor, Padre Eterno y Misericordioso les acompañe y bendiga siempre. Humberto Caro.

Diácono Guido Díaz, Coordinador

miércoles, 30 de julio de 2008

SERVIDOR DE SERVIDORES



Reflexión sobre perfil del diácono,

exposición ante el cuerpo diaconal de Puerto Montt,
por ínfimo diácono Sergio
29 julio 2008



“Siervo inútil soy, he hecho sólo lo que tenía que hacer…” (Lc. 17,10)

“…el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud". (Mt. 20, 26-28)

Ya todos sabemos que nuestro ministerio ha sido identificado como diaconado, lo que, obviamente, nos hace ser a cada uno de nosotros un “diácono”. Sin pretender cuestionar estas nominaciones, yo siento que son, casi, una impropiedad.

Una mujer de nuestro pueblo reflexionó, una vez, que “toda la naturaleza es un anhelo de servicio. Que Dios mismo sirve. Pudiera llamárselo “El que sirve” (cfr. “El placer de servir”, G.Mistral) . Decir “naturaleza”; decir “Dios”, es repetir lo mismo con distintas palabras. Sabemos que Dios es la Naturaleza en sí mismo. Así, el hombre —todo hombre, cualquier hombre— siendo parte de esa Naturaleza Divina, está llamado a servir como Él lo hace. Servir es una impronta del hombre, no una exclusividad destinada a algunos hombres: no es, por ello, un atributo propio del “ministerio diaconal”. Y aquí tenemos, otra vez, una iteración conceptual conflictiva, ya que la palabra “ministro” deriva del latín “ministerium”, que significa, también —como en griego “diakono”—, “servicio”. Pareciera ser que la confusión lingüística provino de la necesidad de recoger las quejas de los primeros cristianos de origen griego, ordenando para la ejecución de ciertas funciones a prosélitos de esa raíz étnica, a los que se llamó “ministros” en su lengua helénica, ∂iákovoç (Diákonos). Por costumbre, solamente por costumbre, hemos dado al término “ministro” distintas connotaciones, cuando nos referimos a funciones distintas que adquiere el “servicio” (ministerio) ejercido en los grados distintos del Orden Sagrado. Si recordamos las circunstancias en que fue instituido el diaconado por los apóstoles, éstas nos reportan a un marco de necesidades materiales que sufrían los primeros cristianos los que, en razón de la promoción de la vida en comunidad, ponían también en común los bienes materiales que poseían, hasta entonces individualmente, redistribuyéndolos, luego, en proporción a las necesidades de subsistencia reales de cada uno; hoy a esto lo llamaríamos “equidad social”; pero, ser equitativos en una comunidad implica ciertas dificultades y riesgos, con mayor razón si esas comunidades actúan más por tradición que por normas preestablecidas. Es razonable pensar que se produjeran, entonces, actos contrarios a la equidad social buscada, más si quienes eran seguidos como los líderes de esa comunidad, estaban preferentemente preocupados del adoctrinamiento espiritual de su grey que de los asuntos de sobrevivencia cotidiana. Concluyeron, los apóstoles, que su dimensión ministerial (es decir, su dimensión de servicio) a la comunidad era la predicación de la Palabra y que el ocuparse de la dimensión material, si bien era necesario atender, les restaría un tiempo precioso para ocuparse de lo otro.

Hay en el Evangelio un pasaje en que Marta se queja ante Jesús por el abandono que María, su hermana, hacía de las labores domésticas dejándole a ella sola esta carga, para quedarse arrobada a los pies del Maestro escuchando sus enseñanzas. Sabemos la respuesta de Jesús: "Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada"(Lc 10,41-42). ¿Razonaron, acaso, los apóstoles, similarmente a las quejas de la congregación helénica? En Hechos 6, se nos narra a qué conclusión llegaron: “No es correcto que descuidemos la Palabra de Dios por hacernos cargo de este servicio… Les confiaremos este servicio (ministerio) —a hombres de buena fama, llenos del Espíritu y de Sabiduría— y nosotros nos dedicaremos de lleno a la oración y al ministerio (servicio) de la Palabra.”(He 6,2-4)

Vemos, ya aquí, cómo la iglesia empieza a distinguir los distintos tipos de servicio (ministerios) que es necesario atender, y la necesidad de contar con administradores, especializados, por decirlo de alguna forma, de dedicación completa para cada uno de ellos. También es el inicio de las llamadas diaconías, que, en la iglesia primitiva, eran distritos en que la iglesia se dividía para la atención y socorro de los pobres, distritos que fueron encomendados, precisamente, al cuidado de estos administradores llamados diáconos.

Con el tiempo, las necesidades de servicios (ministerios) cada vez más específicos fueron multiplicándose. Incluso, el de fundamental dedicación de los sacerdotes, el servicio de la oración y de la Palabra, requería mayores auxilios materiales y humanos para sostenerse y propagarse.

Pero no vamos ahora a contar toda la historia de los 2000 años transcurridos desde entonces. Es suficiente, con lo dicho, para observar en nuestro entorno de hoy, cómo se repiten algunos síntomas de aquella iglesia incipiente. La comunidad ha crecido y reclama, como otrora, que sean atendidas sus necesidades humanas. La respuesta de Jesús a Marta, pareciera que no deja conformes a quienes reclaman una iglesia más comprometida con las necesidades de los más pobres. Las propias enseñanzas de Jesús parecen caer sobre los ministros de su Iglesia cada vez con mayor peso: “Hagan lo que ellos dicen no así lo que ellos hagan”(Mat 23,3). Hay aquí, ciertamente, una reclamación por un testimonio ejemplar insuficiente de demostración de la fe por las obras. En el Concilio Vaticano II, nuestros pastores, conscientes de esta reclamación, justa por lo demás, entre las muchas normas llenas de sabiduría que buscaron restituir las confianzas y las esperanzas, se adoptó también esta de restablecer el diaconado como “grado propio y permanente de la Jerarquía”, “no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio (servicio)” […] “de la liturgia, de la palabra y de la caridad”, para la atención de los pobres inserta en los “oficios de la caridad y de la administración”, porque “estos oficios, necesarios en gran manera a la vida de la Iglesia latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones” (C.V.II –C.I. 29).

La tradición, principalmente, nos dice que nuestro ministerio estaba originalmente destinado a la atención de las mesas, de las viudas y de los huérfanos. Pero ya Esteban, con su testimonio de sangre, demostró que el ministerio debía y podía ejercerse igualmente en la liturgia y en la Palabra; de modo que no fue novedoso que el Concilio Vaticano II recogiera e incorporara ese testimonio, reconociéndolo como parte de los oficios propios del diácono.

No obstante, observando lo que ha sido la experiencia del diaconado permanente —al menos en nuestro país— en estos cuarenta años, transcurridos desde su establecimiento como grado propio de la Jerarquía, es posible inferir que éste ha ido consolidándose más bien como un auxiliar en la administración de servicios reservados al sacerdote que en oficios de un ministerio propio. Más todavía, la mayoría de los diáconos desempéñanse casi sólo en el oficio de la administración; casi nunca —por decirlo generosamente— en el oficio de la caridad.

¿Nos falta, talvez, el espíritu de Esteban, para asumir de motu propio el compromiso de servicio asumido personalmente con Cristo? ¿Nos falta, talvez, la claridad conceptual de Lorenzo, para testimoniar que el mayor tesoro de la Iglesia son los pobres?

Hoy, disponemos de una palabra docta y concreta recogida desde el Evangelio, enseñado por Jesús y que ha inspirado hasta nuestros días a los Padres de la Iglesia, en la llamada Doctrina Social de la Iglesia, que tenemos integrada ahora en un Compendio de Doctrina Social, suficientemente capaz de iluminarnos para discernir nuestro ministerio. Sin embargo, cabe preguntarnos cuánto nosotros conocemos de esa doctrina y en qué forma la hacemos oficio de nuestro ministerio permanente.

Pero, ciertamente, no sólo nosotros desconocemos esa formación en catequesis social. Soy, quizás, osado en pensar que ese desconocimiento alcanza también a los otros grados de la Jerarquía. Como dice el refrán que para muestra basta un botón, tanto el señalado Compendio en Doctrina Social, así como otros documentos recientes de la Iglesia latina —v.gr. los de Aparecida—, apenas si se refieren a este ya ilustre ministerio del ministerio. O, si se prefiere, a este oficio de servir a los servidores (cfr.Mc. 9,35 – 10,43-45; Mt. op.cit.).

Que cada uno de nosotros, diáconos (servidores), asumamos si lo estamos siendo o no y si lo estamos haciendo bien o insuficientemente; es parte de nuestra responsabilidad de administradores.

Yo, al menos, debo reconocer que un “siervo inútil soy, que hago sólo lo que tengo que hacer” (op.cit.) y, todavía, menos que eso.








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